La moza gallega que está en la posada, subiendo maletas y dando cebada,
penosa se sienta encima de un arca, por ver ir un huésped que tiene en el alma,
mocito espigado, de trenza de plata, que canta bonito y tañe guitarra.
Con lágrimas vivas que al suelo derrama, con tristes suspiros, con quejas amargas,
del pecho rabioso descubre las ansias. ¡Mal haya quien fía de gente que pasa!
«Pensé que estuviera dos meses de estancia, y, cuando se fuera, que allá me llevara.
»Pensé que el amor y fe que cantaba, supiera rezado tenello y guardalla.
»¡Pensé que eran ciertas sus falsas palabras! ¡Mal haya quien fía de gente que pasa!
»Diérale mi cuerpo, mi cuerpo de grana, para que sobre él la mano probara
»y jurara a medias, perdiera o ganara. ¡Ay Dios! si lo sabe, ¿qué dirá mi hermana?
»Dirame que soy una perdularia, pues di de mis prendas la más estimada,
»y él va tan alegre y más que una Pascua. ¡Mal haya quien fía de gente que pasa!
»¿Qué pude hacer más que darle polainas con encaje y puntas de muy fina holanda;
»cocerle su carne y hacerle su salsa; encenderle vela de noche, si llama,
»y, en dándole gusto, soplar y matalla? ¡Mal haya quien fía de gente que pasa!»
En esto ya el huésped la cuenta remata, y, el pie en el estribo, furioso cabalga,
y, antes de partirse, para consolarla, de ella se despide con estas palabras:
«Isabel, no llores; no llores, amores. Si por dicha lloras porque yo no lloro,
»sabrás que mi lloro no es a todas horas, y, aunque me desdoras, otros hay peores.
»Isabel, no llores; no llores, amores.»
Juan de Salinas
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